Haz política con la cesta

Núria Navarro | El Periódico

La activista Esther Vivas, autora de El negocio de la comida, subraya que el modelo agroalimentario industrial «sigue la lógica del beneficio». Está concentrado en pocas manos, contamina, no es tan saludable como dicen y precariza a quienes trabajan en su producción y venta. Y reclama tomar conciencia de lo que llevamos al plato.

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Entras en el súper y cargas a la cesta un bistec, 100 gramos de jamón York envasado, un tarro de garbanzos, dos filetes de mero, una piña y dos latas de refrescos de cola. Un gesto habitual. De esos que te permiten tener la cabeza en otra parte. Pero, según Esther Vivas (Sabadell, 1975), activista y experta en soberanía alimentaria, cargar la cesta también es un acto político. Así, comprar en una gran superficie es dar respaldo a un modelo agroalimentario «intensivo, industrial, kilométrico, deslocalizado y petrodependiente». La autora de El negocio de la comida (Icaria Editorial) advierte que ese modelo es «un ejemplo más del impacto de la lógica del capital que antepone intereses particulares a necesidades colectivas».

De entrada, turba saber que se produce suficiente comida como para alimentar a 12.000 millones de personas -casi el doble de terrícolas-, pero que una de cada siete pasa hambre. ¿Qué explicación tiene? ¿Cómo es posible que en la UE se tiren 89 millones de toneladas de alimentos en buen estado y cerca de 80 millones tengan dificultad para llevarse algo consistente al estómago? Básicamente, según Vivas, porque la cadena productiva de alimentos hasta llegar al plato está en pocas manos, que son los que deciden qué comer, marcan los precios y están amparados por una legislación hecha a medida. «Solo el mercado mundial de semillas está controlado por seis multinacionales: Syngenta, Bayer, BASF, Dow Chemical, Monsanto y DuPont», alerta la activista en el libro.

Esos pocos son los que propagan el mantra del consumo. «En cierto modo, somos adictos a la carne porque el modelo de industria ganadera intensiva necesita que alguien la consuma y, en consecuencia, se difunde el discurso de que la proteína animal es indispensable, que cuanta más carne comamos mejor», explica. Y funciona. Un caso sorprendente, según el Atlas de la Carne publicado por la Fundación Heinrich Böll, es el de la India, tradicionalmente vegetariana, donde actualmente el consumo de carne empieza a estar bien visto socialmente.

Detrás de la chuleta buena, bonita y barata del súper se esconde una procesión de costes sociales. Para empezar, en la propia producción. Un tercio de las tierras de cultivo y un 40% de la cosecha de cereales a escala mundial se destina a la industria ganadera. «Con lo que consumen los animales se podría alimentar a 3.500 millones de personas», escribe Vivas. Pero no solo quita el grano de la boca, sino que las grandes explotaciones de piensos y forrajes implican la desforestación de bosques, la desaparición de las pequeñas explotaciones y la expulsión de miles de campesinos de la tierra, así como la degradación del suelo y de los recursos hídricos (la agricultura y la ganadería consumen entre el 70 y el 80% del total de agua).

Una vez alimentados vacas, cerdos y gallinas de establo –«generalmente con pienso transgénico»-, son causantes involuntarios del cambio climático: originan el 51% de las emisiones de gases de efecto invernadero («una vaca y su ternero emiten más gases contaminantes que un coche con 13.000 kilómetros»). Pero, además, según la OMS, el 75% de las enfermedades humanas epidémicas tienen su origen en los animales. «La mayor parte de los antibióticos en Europa son administrados a animales de manera preventiva, y es su carne y su leche la que consumimos».

Aparte de los efectos sobre la salud y el medio ambiente, en este modelo intensivo también los empleados resultan tan explotados como los animales. De hecho, el ritmo desquiciante y mal pagado de los mataderos de EEUU a principios del siglo XX inspiró a Henry Ford en su diseño de la producción en cadena de automóviles. «Aquellas condiciones, con horarios flexibles y sueldos muy bajos, se ha multiplicado y extendido». Según Human Rights Watch, el empleo fabril más peligroso de EEUU hoy es el del matadero.

El pescado, a la zaga

Tres cuartos de lo mismo ocurre con el pescado. «Nos venden el discurso de que es buenísimo por su contenido en ácido Omega 3 y vitamina B», describe Vivas, pero el modelo intensivo -en el 2013, la producción mundial de pescado, entre captura y piscifactoría, llegó a los 160 millones de toneladas, frente a los 157 millones del 2012- encierran los mismos males que la carne industrial.

Para empezar, para alimentar un kilo de salmón salvaje se necesitan tres kilos de otras especies, y para un kilo de atún, 20 kilos de otros peces, con la consiguiente sobreexplotación del mar y el encarecimiento de los precios. Con esos datos en la mano, los productores «se han vestido de verde» y justifican que, para no deteriorar la naturaleza y dar respuesta a la demanda, la solución está en las piscifactorías, «cuyos ejemplares también son alimentados con soja, la misma que utiliza el modelo intensivo de la ganadería».

En las granjas de pescados, además, se aplican tratamientos antiparasitarios como los baños de formol, y se les suministra antibióticos de manera preventiva que no solo afectan a la salud humana, sino que tienen un impacto ambiental: las aguas de las piscinas de cría van a parar al suelo y dañan las tierras de cultivo cercanas. Como en el caso de la ganadería y la agricultura, el mercado vuelve a estar en pocas manos. «Solo cuatro empresas controlan el 80% de la producción mundial de salmón», pone Vivas como ejemplo.

Y en la llegada del pescado a la mesa, como en otros alimentos viajeros, ya sea la piña procedente de Costa Rica o la uva de Chile, hay dependencia del petróleo. Un caso sobrecogedor, en todos los aspectos, es el de la perca del Nilo, introducida en los años 50 en el lago Victoria, cargándose en el interín a 210 especies locales, para acabar importando hoy a Europa 50 toneladas diarias que llegan a nuestro plato como saludable mero, contaminando la atmósfera en su vuelo transcontinental y dejando a los 25 millones de vecinos del lago resignados a asar las migajas.

Para rematar el cuadro, carne y pescado llegan envasados en plástico a los puntos de distribución controlados, otra vez, por pocas manos: «La mayor parte de las compras en el súper de España se llevan a cabo en solo seis cadenas -Carrefour, Eroski (Caprabo incluido), Dia, Alcampo y El Corte Inglés-, que controlan el 60% del mercado». En todo el mundo, son 50 las marcas que acaparan el 92% de la cuota de mercado. «Es un modelo que homogeneiza lo que comemos, debilita el comercio local y somete a sus empleados a unas condiciones laborales precarias».

Y como ha ocurrido con las constructoras y los bancos, la élite de la agroindustria está protegida (un 16% recibe el 75% de las ayudas de la Política Agrícola Común) y no es inusual la puerta giratoria. «Uno de los ejemplos obvios es el de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria, liderada por Ángela López de Sá y Fernández, que durante 10 años fue directiva de Coca-Cola, que utiliza aditivos como el aspartamo. ¿Qué independencia tiene con respecto a esta cuestión?».

Cesta en mano, parece imposible ser coherente, ¿no? «No hay que deprimirse -tranquiliza Vivas, que confiesa que es vegetariana desde hace una década-. De lo que se trata es de tomar conciencia, de no tragarnos el discurso único de que este patrón agroalimentario es el mejor posible y que acabará con el hambre en el mundo, para pasar a la acción». Según la activista, hay que apostar por un modelo local, de proximidad, artesano, ecológico, payés, con el valor añadido de dejar un beneficio en las comunidades. «Hay estudios que demuestran que en Catalunya hay suficiente superficie y diversidad climática como para producir alimentos que tengan un beneficio social y menos impacto en el medio ambiente».

Pero, a su juicio, no solo urge la promoción del modelo de proximidad, sino también medidas que hagan incompatible que determinados cargos públicos trabajen en empresas del mismo sector en un corto plazo. ¿Ha llegado el momento de hacer política con la cesta? «Sí. Más aún cuando, en la actual negociación entre EEUU y la UE del tratado de libre comercio, las multinacionales americanas presionan para que el mercado aún sea más flexible en sus políticas».

*Reportaje publicado en El Periódico, 30/11/2014.

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