“Pensamos que somos libres a la hora de consumir, pero no es así”

Iker Morán | La Gulateca 20minutos

¿Por qué el 87% de los garbanzos que se consumen en España vienen de México? ¿Cómo se explica el encarecimiento de los productos desde que salen del productor hasta que llegan al mercado? ¿Cómo afectan los llamados alimentos viajeros a la economía y a los campesinos? ¿Qué es la soberanía alimentaria? ¿Tiene efectos esta agricultura industrial sobre la cultura gastronómica y lo que ponemos cada día en nuestra mesa? ¿Qué pasa con los transgénicos?

La periodista Esther Vivas Esteve aborda todas estas cuestiones en El negocio de la comida (Icaria, 2014), un libro más que recomendable para entender las posturas críticas con el actual sistema de producción alimentario. Un ensayo que, con datos y estudios en la mano, cuestiona la mercantilización de la comida y su conversión en un negocio más.

Ya por su segunda edición y convertido -el libro y su autora- en un referente para quienes defienden un modelo alternativo, hemos podido charlar con Esther Vivas sobre algunos de los puntos más interesantes del libro, y ejercer de abogados del diablo cuando llegamos a temas tan polémicos como los transgénicos o la denominada agricultura ecológica.

Estamos ante un libro sobre alimentación, sobre comercio, sobre economía… Sobre política al fin y al cabo. ¿El hambre tiene ideología?

Sí, de hecho las políticas agroalimentarias tienen un sesgo ideológico profundo. Son políticas que benefician a las grandes empresas del sector. El hambre no es fruto sólo de sequias o guerras, el hambre tiene causas políticas y tiene mucho que ver con quien dicta estas políticas.

Sin ir más lejos, aquí en el norte, en el mundo occidental, el hambre convive con el día a día en el que los supermercados tiran toneladas de alimentos y deja clara esa idea de que si no tienes dinero no comes. Todo esto pone de manifiesto la mercatilización de algo tan esencial como la comida.

Es aquí donde entraría esa concepto de “soberanía alimentaria” del que se habla en el libro.

La soberanía alimentaria es simplemente poder decidir aquello que se cultiva y se come. Pensamos que somos libres a la hora de consumir, pero no es así. Nuestra cesta de la compra viene muy determinada por la publicidad, por aquello que a las grandes empresas les interesa producir o a los supermercados vender. No existe una capacidad real de elegir lo que comemos y recuperarla debería ser una prioridad social.

Quienes defienden los supermercados argumentan que generan empleo y que benefician al consumidor al ofrecer una mayor oferta y mejores precios. Algo con lo que no pareces estar muy de acuerdo.

Sin duda son dos de los mitos sobre los que se sustenta la gran distribución, asociando los supermercados a modernidad, a beneficios para el consumidor… Pero en realidad todo esto es falso. Por un lado pensamos que compramos más barato pero no es así.

Hay una serie de productos reclamo con un precio más bajo, pero el resto de las mercancías no son tan baratas como nos quieren hacer creer. Además, vamos al super y acabamos comprando mucho más de lo que necesitamos. Todo está pensado para que gastemos.

Esta política de bajar precios incluso por debajo de coste tiene un impacto muy negativo en el productor y en los campesinos, porque se les paga un precio extremadamente bajo. Y respecto a la creación de empleo, esto también es parcialmente falso. Hay estudios elaborados en Estados Unidos que señalan que por cada lugar de trabajo creado en un supermercado se destruye un puesto y medio en el mercado local.

Uno de los datos que tal vez más sorprenden del libro es descubrir que el 87% de los garbanzos que se consumen en España vienen de México ¿Qué sentido tiene esto?

Es muy sencillo: en el modelo agroalimentario actual lo que prima es el beneficio de unas pocas empresas. Y para ellas resulta más barato deslocalizar la producción agrícola a países del sur donde la mano de obra es más barata, la regulación medioambiental más débil… El lucro a toda costa, independientemente de las consecuencias sociales, nos lleva a estos casos de alimentos viajeros.

Otra de las consecuencias que citas es la desaparición de sabores y la implantación mundial de sólo ciertas variedades de, por ejemplo, tomates o patatas pese a la rica variedad que existía.

Vivimos en la ilusión de la diversidad alimentaria, pero no es más que un espejismo. Cada vez más nuestra alimentación se homogeniza. Un claro ejemplo es la soja: hasta hace unos pocos años aquí no existía y ahora se ha introducido en nuestro menú. Argentina, que es el mayor productor actual, tampoco la cultivaba hace pocos años.

¿Por qué? De nuevo, porque a las compañías del agronegocio les interesa promover variedades que sean más resistentes, que puedan viajar miles de kilómetros sin estropearse, que tengan un buen aspecto en el supermercado.

Se prima la estética y el negocio respecto a la cultura gastronómica y a la seguridad alimentaria. Nuestra alimentación depende de unas pocas variedades de cultivos con lo que, si a estos les afecta una plaga, podemos tener un grave problema.

“Comer comida no es tan fácil”, comentas en otro capítulo hablando de los alimentos procesados.

Lo que consumimos muchas veces son productos alimentarios, altamente procesados, con azúcares añadidos, potenciadores del sabor, grasas saturadas… tienen muy poco de comida. Parece que la fruta y verdura ha perdido glamour y que para comer bien hay que recurrir a comida funcional, cuando lo saludable es justo lo contrario.

En este discurso siempre se habla de las multinacionales, de los agrotóxicos, de la agroindustria, de transgénicos… ¿No hay cierta dosis de conspiranoia?

Soy muy contraria a esas teorías de la conspiración. Al analizar la realidad es muy importante basarnos en hechos y documentos claramente probados. En el libro se recogen informes de organismos internacionales como la ONU o la FAO.

Creo que es muy fácil descalificar la crítica al modelo agroalimentario tachándola de conspiracionista, de generar alarma, cuando en realidad nuestro discurso lo que pone en cuestión es un modelo que provoca hambre en un mundo donde en realidad sobra comida, que provoca la pérdida de variedades vegetales, que provoca que los alimentos tengan que viajar miles de kilómetros, que el campesinado esté en peligro…

Se trata de poner en cuestión este discurso único y dominante con datos en la mano. Y todo con un objetivo: que la gente pueda tener su propio criterio.

La pregunta sobre los transgénicos es inevitable porque, tras leer este libro, quedan claras las consecuencias sociales y económicas de su uso. Pero, paralelamente, otros discursos científicos avalan su uso con argumentos que nos parecen impecables.

Como decía, la clave es informarse y a partir de ahí decidir si consumimos unos alimentos u otros. A veces se tacha la crítica al modelo agroalimentario de postura ideológica, pero en realidad las dos posturas tienen un componente ideológico.

La diferencia es que cuando se defienden los transgénicos la “ideología” que hay detrás defiende la postura de las grandes empresas de las semillas. Cuando defendemos la crítica a los transgénicos se apoya la biodiversidad, la capacidad de los campesinos de elegir lo que cultivan.

Para mi la pregunta clave es, ¿son necesarios los transgénicos? Se defienden principalmente argumentando que cada vez hace falta más comida para alimentar a más personas. Pero si miramos -como decía antes- los datos sobre este punto, en el mundo sobra comida. Lo que hace falta no son transgénicos, sino más democracia en el modelo agroalimentario.

Igual parte del problema es que desde el lado crítico se tiende a hacer creer a la gente que los transgénicos son peligrosos, cuando en realidad no hay pruebas al respecto.

La crítica a los transgénicos tiene muchas vertientes. Desde un punto de vista medioambiental, su producción contamina a otros cultivos. En España, por ejemplo, el hecho de que en Aragón y Catalunya se cultive el 80% de la producción europea de maíz transgénico Mon810 (patentado por Monsanto), ha hecho que casi desaparezca el maíz ecológico, porque el transgénico lo ha contaminado.

Hay un impacto político en relación a quién tiene la patente de estas semillas. El campesino tiene que comprar las semillas a unas determinadas empresas y además, en función del transgénico, también tiene que comprar el herbicida correspondiente.

Y en última instancia está el debate en torno al impacto sobre nuestra salud. Es uno de los enfoques mas polémicos porque cada vez que se han puesto informes científicos críticos indicando los posibles riesgos cancerígenos, las críticas desde ámbitos institucionales y científicos han sido muy fuertes. Lo que necesitamos es independencia científica para analizar esta cuestión, porque la mayoría de los informes están muy vinculados a las empresas del sector.

Es ahí donde aparece ese punto conspiracionista que comentábamos: “La gente que defiende los transgénicos está a sueldo de las multinacionales”. Es el caso de J.M. Mulet de quien siempre se insinúa que está en nómina de Monsanto y es de sobra sabido que no es verdad.

No se puede generalizar. Las posturas que pueden llevar a los científicos a defender los transgénicos pueden ser simplemente profesionales, pero detrás de algunos discursos sí que hay unos intereses muy claros del sector. Pero no pasa sólo con los transgénicos, pasa con la privatización de la sanidad, de la educación…

Un ejemplo de sobra conocido: hoy quien está al mando de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria es la señora Ángela López de Sá y Fernández y, antes de ocupar ese cargo, durante unos años fue una de las principales directivas de Coca Cola. Esto genera un conflicto de intereses claro.

Que a día de hoy existe ese conflicto entre los intereses públicos y los de la empresa privada no es en absoluto conspiranoia. Otra cosa es ya generalizar. A veces parece que el discurso crítico sea el mayoritario, el que cada día está presente en medios e instituciones cuando ocurre justo lo contrario. El discurso mayoritario es el que repite que los transgénicos son necesarios, que acabarán con el hambre, que no comportan ningún peligro, que este modelo agroalimentario es el mejor posible…

Frente a la agricultura industrial, la ecológica. ¿Pero no es más cara y menos eficiente?

Cuando oigo estos discursos tan críticos me pregunto quién le tiene miedo a la agricultura ecológica. Según ha ido ganando terreno en interés y demanda social, las críticas han ido a más.

Desde mi punto de vista no tiene por que ser más cara ni elitista. Depende de qué compres y dónde lo compres. Si consumes alimentos de temporada, menos proteína animal, menos productos procesados no será más caro. Del mismo modo, no es lo mismo comprar al productor o en una cooperativa de consumo que si vas a un supermercado especializado donde los precios sí son muchos más altos.

Por otro lado se ha demostrado que una agricultura campesina, de proximidad y de temporada es más eficiente porque se eliminan los alimentos viajeros que tienen un impacto nefasto en el medioambiente. Permiten, además, un mayor beneficio y control del campesino sobre su producción y hay informes, como el del relator de las Naciones Unidas sobre el derecho a la alimentación Olivier de Schutter, donde se señala todo esto. Según estos datos las explotaciones agrícolas convertidas en ecológicas permiten aumentar su producción de una manera muy significativa, sobre todo en países del sur.

¿Y no son más ecológicos unos tomates de temporada y proximidad, tengan o no pesticidas, que ir a la tienda delicatessen a pagar una fortuna por unos tomates con el sello de ecológicos?

Lo mejor es apostar por una agricultura libre de pesticidas, local y campesina. Para mi estos tres elementos son centrales, pero que alguien priorice más lo local frente a otros criterios también es positivo.

Pero no olvidemos que son los campesinos los que más sufren el efecto del uso de estos químicos. En Francia, por ejemplo, el parkinson es considerado una enfermedad laboral campesina.

En relación al precio hay otra cuestión. A veces no nos fijamos en cuánto dinero gastamos en un determinado gadget, pero nos duele mucho más el bolsillo cuando compramos comida. Invertir en alimentos es invertir en nuestra salud, así que deberíamos repensar qué valor damos a aquello que comemos.

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