Enric Llopis | Rebelión
Comprar en una gran superficie un kilogramo de azúcar, un litro de leche o un paquete de galletas puede parecer un acto de lo más cotidiano. Pero bajo esta apariencia inocua subyace la relevancia política de nuestras acciones, incluso las más inocentes.
Esther Vivas, activista social, por la soberanía alimentaria y militante del movimiento antiglobalización, alerta sobre la primacía del capital privado a la hora de imponer gustos, marcas y productos. Junto a Xavier Montagut ha publicado los libros «Del Campo al Plato», «Adónde va el comercio justo» y «Supermercados, no gracias».
Eres coautora del libro «Del Campo al Plato» (Ed. Icaria, 2009). ¿Opinas que nos están envenenando?
El modelo de producción de alimentos antepone intereses privados y empresariales a las necesidades alimentarias de las personas, a su salud y al respeto al medio ambiente. Comemos lo que las grandes empresas del sector quieren. Hoy hay el mismo número de personas en el mundo que pasan hambre que personas con problemas de sobrepeso, afectando, en ambos casos, a los sectores más pobres de la población tanto en los países del norte como del sur. Los problemas agrícolas y alimentarios son globales y son el resultado de convertir los alimentos en una mercancía.
925 millones de personas en el mundo padecen hambre. ¿Constituye ello una prueba del fracaso del capitalismo agroindustrial?
Sí. La agricultura industrial, kilométrica, intensiva y petrodependiente se ha demostrado incapaz de alimentar a la población, a la vez que ha tenido un fuerte impacto medioambiental reduciendo la agrodiversidad, generando cambio climático y destruyendo tierras fértiles. Para acabar con el hambre en el mundo no se trata de producir más, como afirman los gobiernos y las instituciones internacionales. Por el contrario, hace falta democratizar los procesos productivos y propiciar que los alimentos estén disponibles para el conjunto de la población.
Las empresas multinacionales, la ONU y el FMI proponen una nueva «revolución verde», alimentos transgénicos y libre comercio. ¿Qué alternativa puede plantearse desde los movimientos sociales?
Hace falta recuperar el control social de la agricultura y la alimentación. No puede ser que unas pocas multinacionales, que monopolizan cada uno de los tramos de la cadena agroalimentaria, acaben decidiendo lo que comemos. La tierra, el agua y las semillas han de estar en manos de los campesinos, de aquéllos que trabajan la tierra. Estos bienes naturales no han de servir para hacer negocio, para especular. Los consumidores hemos de poder decidir qué comemos, si queremos consumir productos libres de transgénicos. En definitiva, hay que apostar por la soberanía alimentaria.
¿Podrías definir el concepto de «soberanía alimentaria»?
Consiste en tener la capacidad de decidir sobre todo aquéllo que haga referencia a la producción, distribución y consumo de alimentos. Apostar por el cultivo de variedades autóctonas, de temporada, saludables. Promover los circuitos cortos de comercialización, los mercados locales. Combatir la competencia desleal, los mecanismos de dumping, las ayudas a la exportación. Conseguir este objetivo implica una estrategia de ruptura con las políticas de la Organización Mundial del Comercio (OMC).
Pero reivindicar la soberanía alimentaria no implica un retorno romántico al pasado, sino que, por el contrario, se trata de recuperar el conocimiento de las prácticas tradicionales y combinarlas con las nuevas tecnologías y saberes. Asimismo, no consiste en un planteamiento localista sino de promover la producción y el comercio local, en la que el comercio internacional funcione como un complemento del anterior.
Afirma «Vía Campesina» que hoy comer se ha convertido en un «acto político». ¿Estás de acuerdo?
Completamente. Lo que comemos es resultado de la mercantilización del sistema alimentario y de los intereses del agrobusiness. La mercantilización que se está llevando a cabo en la producción agroalimentaria es la misma que afecta a otros muchos ámbitos de nuestra vida: privatización de los servicios públicos, precarización de los derechos laborales, especulación con la vivienda y el territorio. Es necesario anteponer otra lógica y organizarse contra el modelo agroalimentario actual en el marco del combate más general contra el capitalismo global.
¿Estamos en manos de las grandes cadenas de distribución? ¿Qué implica y qué efectos tiene este modelo de consumo?
Hoy, siete empresas en el estado español controlan el 75% de la distribución de los alimentos. Y esta tendencia va a más. De tal manera que el consumidor cada vez tiene menos puertas de acceso a la comida y lo mismo le pasa al productor a la hora de acceder al consumidor. Este monopolio otorga un control total a los supermercados a la hora de decidir sobre nuestra alimentación, el precio que pagamos por lo que comemos y cómo ha sido elaborado.
¿Sirven las soluciones individualistas para romper con estas pautas de consumo?
La acción individual tiene un valor demostrativo y aporta coherencia, pero no genera cambios estructurales. Hace falta una acción política colectiva, organizarnos en el ámbito del consumo, por ejemplo, a partir de grupos y cooperativas de consumo agroecológico; crear alternativas y promover alianzas amplias a partir de la participación en campañas contra la crisis, en defensa del territorio, foros sociales, etcétera.
También es necesario salir a la calle y actuar políticamente, como en su momento se hizo con la campaña de la Iniciativa Legislativa Popular contra los transgénicos impulsada por «Som lo que Sembrem», porque, como se ha visto en múltiples ocasiones, aquellos que están en las instituciones no representan nuestros intereses sino los privados.
Kyoto, Copenhague, Cancún. ¿Qué balance general puede hacerse sobre las diferentes cumbres acerca del cambio climático?
El balance es muy negativo. En todas estas cumbres han pesado mucho más los intereses privados y el corto plazo que no la voluntad política real para acabar con el cambio climático. No se han tomado acuerdos vinculantes que permitan una reducción efectiva de los gases de efecto invernadero. Al contrario, los criterios mercantiles han sido una vez más la moneda de cambio, y el mecanismo de comercio de emisiones es, en este sentido, el máximo exponente.
En Cancún ha hecho fortuna la idea de «adaptación» al cambio climático. ¿Se esconden detrás los intereses de las compañías multinacionales y de un supuesto «capitalismo verde»?
Así es. En lugar de dar soluciones reales, se opta por falsas soluciones como la energía nuclear, la captación de carbón de la atmósfera para su almacenamiento o los agrocombustibles. Se trata de medidas que lo único que hacen es agudizar aún más la actual crisis social y ecológica y, eso sí, proporcionar cuantiosos beneficios a unas pocas empresas.
El Movimiento por la Justicia Climàtica trata de ofrecer alternativas. ¿Cómo nace y cuáles son sus principios?
El Movimiento por la Justícia Climàtica hace una crítica a las causas de fondo del cambio climático, cuestionando el sistema capitalista y, como muy bien dice su lema, trata de «cambiar el sistema, no el clima». De este modo expresa esta relación difusa que existe entre justicia social y climàtica, entre crisis social y ecológica.
El movimiento ha tenido un fuerte impacto internacional, sobre todo a raíz de las protestas en la cumbre del clima de Copenhague y, más recientemente, en las movilizaciones de Cancún. Ello ha contribuido a visualizar la urgencia de actuar contra el cambio climático. El reto es ampliar su base social, vincularlo a las luchas cotidianas y buscar alianzas con el sindicalismo alternativo.
¿La solución es cambiar el clima o cambiar el sistema capitalista?
Hace falta un cambio radical de modelo. El capitalismo no puede solucionar una crisis ecológica que el sistema mismo ha creado. La crisis actual plantea la necesidad urgente de cambiar el mundo de base y hacerlo desde una perspectiva anticapitalista y ecologista radical. Anticapitalismo y justicia climàtica son dos combates que han de ir estrechamente unidos.