Esther Vivas | Público
Nos dicen que el sistema agrícola y alimentario es el mejor de los posibles. Un modelo altamente productivo que permite dar de comer a todo el mundo, muy eficiente, que ofrece una gran variedad de alimentos, que facilita el trabajo a los agricultores y lo mejor… que nunca antes habíamos comido de una manera tan segura. ¿En serio?
Sin embargo, cuando analizamos en detalle, y con números en la mano, cada una de estas afirmaciones vemos que son falsas. Quienes las dicen piensan que por repetirlas una y otra vez nos las vamos a tragar. La verdad es que el actual modelo de producción, distribución y consumo de alimentos se sustenta en una serie de mitos que son mentira.
Acabar con el hambre
Uno de los ‘mantras’ más repetidos es que la agricultura industrial e intensiva, con su alta productividad, puede acabar con el hambre. De hecho, en la actualidad, según datos del que fue relator especial de las Naciones Unidas por el derecho a la alimentación Jean Ziegler, en el mundo hay comida para 12.000 millones de personas, y en el planeta somos 7.000 millones. No debería haber nadie sin comer. La realidad, en cambio, es bien distinta: uno de cada ocho habitantes en el mundo, cas mil millones, pasan hambre. Comida hay, y mucha, pero no acaba en nuestros estómagos… solo en los de aquellos que se lo pueden permitir.
Más comida no significa poder comer. ¿Por qué? Los alimentos en el sistema agroalimentario se han convertido en una mercancía. La cadena que une el campo con la mesa está en manos de unas pocas empresas del agronegocio y los supermercados que han convertido el derecho a la alimentación en un privilegio. En consecuencia, o tienes dinero para pagar el precio cada día más caro de los comestibles o acceso a aquello que da de comer (tierra, agua, semillas) o no comes. No tenemos un problema de falta de producción o superpoblación, sino de democracia, de acceso a los alimentos.
Y cuando nos hablan de eficiencia… ¿qué eficiencia? La de un sistema que desperdicia anualmente, según datos de la FAO, un tercio de la comida que produce para consumo humano: un total de 1.300 millones de toneladas. ¿Alimentos para comer o tirar? He aquí la cuestión. La agroindustria es al negocio del hambre, lo que la banca es al negocio de la pobreza.
Libertad y variedad
Nos insisten en que somos “libres” para elegir entre una gran “variedad” de productos. Caprabo así nos da la bienvenida, como “librecomprador”. En cambio, bajo la ilusión de lo diverso se esconde la más estricta uniformidad.
En el campo, le brindan al agricultor todo tipo de semillas híbridas y transgénicas. En el supermercado, nos venden un sinfín de comestibles. Pero nunca como ahora nos habían alimentado tan pocos cultivos. En tan solo un siglo, hemos perdido el 75% de la diversidad agrícola y alimentaria, según cifras de la FAO. Alimentos que hasta hace unas décadas eran anecdóticos, como la soja, actualmente se han vuelto omnipresentes. En los lineales de la gran distribución encontramos siempre las mismas marcas. ¿Libertad? ¿Variedad? Más bien, todo lo contrario.
De pobres campesinos a campesinos pobres
¿Una agricultura que beneficia al campesino? ¿Dónde? La agricultura industrial está pensada por y para el agronegocio y en detrimento de aquellos que siempre han cuidado y trabajado la tierra. Sino, ¿cómo se explica que en Europa cada día más de mil explotaciones agrarias tengan que cerrar? Así lo dice la Coordinadora Europa de La Vía Campesina. O, ¿que en el Estado español únicamente el 4,3% de la población activa se dedique a la agricultura? La respuesta es fácil: a la hora de vender comida, quien menos gana es aquel que la produce.
El diferencial entre el precio que se paga al agricultor en el campo y el que nosotros pagamos en el supermercado continúa subiendo. Hoy, el coste del producto alimentario de origen a destino se multiplica de media por 4,52. La diferencia porcentual entre lo pagado en la huerta y el “súper” por alimentos como el calabacín, el repollo y la berenjena es de 950%, 808% y 717% respectivamente, según el Índice de Precios en Origen y Destino. Hemos pasado de los pobres campesinos a los campesinos pobres.
¿Seguridad alimentaria?
Afirman que la comida nunca había sido tan segura. Pero entonces, ¿cómo se explican los escándalos alimentarios que nos sacuden día sí día también? Desde las vacas locas, pasando por el pollo con dioxinas hasta los productos con carne de caballo donde se suponía solo había vacuno. No tenemos ni idea de qué nos llevamos a la boca.
Al mismo tiempo, las dolencias vinculadas a aquello que comemos no han hecho sino aumentar. Las “enfermedades occidentales”, como la obesidad, la diabetes, los problemas cardiovasculares y el cáncer resultado de una “dieta occidental”, altamente procesada, con mucha carne, grasa y azúcar añadido son, tristemente, la mejor prueba. Somos lo que comemos. Las consecuencias de una agricultura y una alimentación “adicta” a los agrotóxicos, los transgénicos y los aditivos varios son claras.
¿Que el sistema agrícola y alimentario es el mejor de los posibles? Por favor, que no nos vendan la moto.
*Artículo en Público.es, 14/10/2014.