Esther Vivas | Público
¿Comen lo mismo ricos y pobres? ¿Nuestros ingresos determinan nuestra despensa? A pesar de que a menudo, y desde determinados ámbitos, se asocia con desdén la apuesta por una comida sana y saludable a “una cosa” de “pijos”, “hippies” o “comeflores”, la realidad, como a menudo sucede, dista mucho de los comentarios cortos de miras. Defender una alimentación ecológica, local y campesina es de lo más “revolucionario”.
Si miramos de cerca al modelo agroalimentario vemos como éste viene determinado, sin lugar a dudas, por los intereses del capital, o lo que es lo mismo los intereses de las grandes empresas del sector (agrodindústria y supermercados), las cuales buscan hacer negocio con algo tan esencial como es la comida. El sistema capitalista, en su carrera por transformar necesidades en mercancías y derechos en privilegios, ha convertido los alimentos, y aún más aquellos de calidad, en objeto de lujo. Del mismo modo que ha hecho de la vivienda un bien solo accesible a quienes se lo pueden permitir, y misma suerte corren nuestra sanidad y educación.
Aunque no solo la lógica del capital golpea el modelo alimentario, la mano invisible del patriarcado mueve también los hilos de este sistema. Sino, ¿cómo se explica que aquellas que más producen comida, las mujeres, sean las que más pasan hambre? No olvidemos que entre el 60% y el 80% de la producción de alimentos en los países del Sur, según datos de la FAO, está en manos de las mujeres, sin embargo estás, paradójicamente, son las que sufren el 60% del hambre crónica global. La mujer trabaja la tierra, pero no tiene acceso a la propiedad de la tierra, a los medios de producción, al crédito agrícola. He aquí la cuestión. No se trata de ideologizar los discursos, pero si dejar claro a todos aquellos que consideran que esto del “comer bien” es solo cosa, como dirían en francés, de “bobos”, de “bourgeois bohème”, que nada más lejos de la realidad.
Si damos respuesta a las preguntas iniciales, los datos constatan tal afirmación. ¿Comen lo mismo ricos y pobres? No. ¿Nuestros ingresos determinan nuestra despensa? Efectivamente. Un estudio de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca pone blanco sobre negro: un 45% de los afectados por desahucios tiene dificultades para comprar los alimentos necesarios para comer. Los ingresos económicos ponen límites a lo que adquirimos: disminuye el consumo de carne de vacuno y pescado y, en relación al período anterior a la crisis, el consumo de fruta y verdura fresca. Por contra, aumenta la adquisición de productos menos nutritivos, altamente procesados y ricos en calorías, como los dulces envasados: galletas, chocolates y sucedáneos, bollería y pastelería. Nuestra clase social, formación y poder adquisitivo, determina qué comemos.
Entonces, hoy, ¿quiénes son los gordos? En general, quienes menos tienen, y peor comen. Mirando el mapa de la península queda claro: las comunidades autónomas con mayores índices de pobreza, como Andalucía, Canarias, Castilla-La Mancha y Extremadura, concentran las cifras más elevadas de población con exceso de peso. En Estados Unidos, quienes padecen mayores problemas de obesidad son las comunidades afroamericanas y latinas. La crisis no hace sino acentuar la diferencia entre comida para ricos y comida para pobres.
Cuestionar el modelo agroalimentario dominante y apostar por otro de antagónico al mismo, que coloque en el centro las necesidades de las personas y el respeto a la tierra, es dar en el corazón de la lucha de clases. Los jornaleros del Sindicato de Obreros del Campo (SOC) en Andalucía, con Diego Cañamero y Juan Manuel Sánchez Gordillo a la cabeza, difícilmente calificables de “pequeño burgueses”, lo tienen claro. Su trabajo en defensa de un mundo rural vivo, de la tierra para quien la trabaja, a favor de la agricultura ecológica, por otro modelo de consumo es un “combate” en defensa de “los nadie”, los oprimidos.
Apostar por una alimentación y una agricultura local, saludable y campesina, no les quepa duda, es de los más subversivo.
*Artículo en Público.es, 31/10/2014.