Ana Pantaleoni | El País
Esther Vivas (Sabadell, 1975) comerá hoy una ensalada generosa con semillas y arroz con lentejas. Lo hará después de hablar de su libro, El negocio de la comida. ¿Quién controla nuestra alimentación?, que acaba de publicar con la editorial Icaria.
Además de periodista, Vivas hace años que investiga las políticas alimentarias. Es tajante: “El modelo de agricultura y alimentación no funciona. Uno de cada ocho habitantes en el mundo pasa hambre. Hay un problema de democracia alimentaria. Las grandes empresas que controlan el sector anteponen sus intereses económicos a nuestras necesidades. Como se puede pasar hambre en un mundo en el que sobra comida? “.
Para Vivas, la acción principal es un cambio en las políticas públicas, un cambio que ya es visible en el terreno local con la emergencia de nuevos modelos de consumo. El reto pendiente, según la activista, es “reaprender a comer”. Vivas se refiere también al Banco de Alimentos: “Refleja la buena voluntad de la gente que participa pero hay que abordar las causas del hambre”. A continuación, algunas de sus reflexiones.
Pregunta. ¿Te crees la frase: somos lo que comemos?
Respuesta. La realidad así nos lo demuestra. En la medida en que nuestra sociedad adopta un modelo de ‘dieta occidental’, con alimentos altamente procesados, azúcares añadidos, grasas saturadas… esto tiene consecuencias directas sobre nuestra salud. Vemos como aumentan una serie de enfermedades vinculadas a aquello que comemos como el sobrepeso, la obesidad, la diabetes, los problemas cardiovasculares. Definitivamente, somos aquello que comemos.
P. ¿Es cierto que vivimos en un mundo donde cada vez se tira más comida y se pasa más hambre?
R. Exactamente. El despilfarro alimentario y el hambre son dos caras de una misma moneda, la de un modelo agroalimentario que no funciona. La comida debería acabar en nuestros estómagos no en el contendedor de la basura. Pero en cambio, 1/3 de los alimentos que se producen para consumo humano cada año a escala global se despilfarran del campo al plato.
P. ¿Cómo combatir el desperdicio alimentario?
R. Hay varios agujeros negros donde se pierde comida. En el campo, cuando la remuneración del producto cae, entonces se paga un precio tan bajo al agricultor que a éste le resulta más barato dejarlo en el campo, y que se estropee, que recolectarlo y comercializarlo. En la distribución, muchos alimentos ni siquiera entran en la cadena alimentaria porque no cumplen los requisitos de tamaño, color, peso… adecuados, aunque son perfectamente comestibles. Y en nuestras casas, donde instados a comprar ofertas tipo 2×1, adquirimos mucho más de lo que necesitamos. Las soluciones pasan por dar a la comida su valor social, no únicamente su valor económico.
P. ¿Por qué asegura que la agricultura está desapareciendo?
R. Desaparece un modelo de agricultura campesina y de proximidad, en beneficio de una agricultura industrial en manos de unos pocos empresarios del sector, quienes nos prometen mayor eficiencia. La realidad es justo la contraria. Se producen muchos alimentos pero estos no acaban siendo accesibles a la gente. El hambre aquí y en los países del Sur así nos lo demuestra. Si no tienes dinero para pagar el precio cada día más caro de la comida, no comes. Asimismo, se trata de un modelo con un sinfín de efectos negativos: deforestación, dependencia del petróleo, alimentos kilométricos y deslocalizados, pérdida de diversidad…
P. ¿La agricultura ecológica es una moda pasajera?
La agricultura ecológica ha llegado para quedarse. Sin embargo, la agricultura ecológica debería ser algo más que un producto etiquetado como ecológico, sino fácilmente puede reproducir los impactos negativos de un modelo de agricultura industrial que viene de la otra punta del mundo y que precariza los derechos laborales. Hay que apostar por una agricultura ecológica, local y campesina, con un valor social añadido.
P. ¿La comida basura crea adicción?
Así es. Una investigación publicada en la revista Nature Neuroscience en 2010 lo constataba. Según dicho informe: la ingesta de comida basura desarrolla los mismos mecanismos moleculares del cerebro que propician la adicción a las drogas. De hecho, lo podemos experimentar en carne propia. Si llevas mucho tiempo sin tomar bebidas con gas o sin comer una bolsa de patatas fritas, casi ni te apetecerán. A la que empieces en cambio, como dicen algunos anuncios, no podrás parar.