Esther Vivas | El Periódico
¿Hay comida para ricos y comida para pobres? Pues sí. Nuestro bolsillo y nivel educativo dictan lo que comemos, y no consumen lo mismo quienes llegan holgadamente a final de mes que los que apenas pueden pagar el alquiler o la hipoteca. Comer bien es una cuestión de clase social.
Un 54% de las familias con menores en proceso de desahucio no pueden cubrir sus necesidades alimentarias básicas, según un estudio de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y el Observatori DESC. En Catalunya, la malnutrición afecta a un 4% de los menores de 16 años, con una dieta pobre y sin la diversidad de nutrientes necesaria para su correcto desarrollo. A menos ingresos económicos, las familias gastan en proporción más dinero en comida, pero obtienen un volumen inferior de alimentos y de peor calidad.
La crisis ha modificado nuestra dieta, y un 41% de la población en el Estado español, según el barómetro del CIS, reconoce haber optado por otras pautas alimentarias para ahorrar. Primero se cambia el lugar de compra y después lo que se compra, disminuyendo la cantidad y la calidad. El consumo de galletas, sucedáneos de chocolate, bollería y pastelería no ha hecho sino aumentar, y son los pobres quienes más los compran. No cuesta lo mismo un pan de calidad que una barra de goma. La salud lo paga. Crisis y enfermedad son dos caras de una misma moneda.
Aquí la tasa de obesidad supera la media de los países de la OCDE: el 39% de la población presenta sobrepeso, y el 23%, obesidad. La mala alimentación se concentra en quienes tienen menos estudios e inferior poder adquisitivo, que acostumbran a vivir en un entorno muy obesogénico. Mirando el mapa de la Península queda claro: las comunidades con mayor índice de pobreza, como Andalucía, Canarias, Castilla-La Mancha y Extremadura, concentran las cifras más elevadas de población con exceso de peso. Ricos y pobres ni comen ni viven igual.