Comer bien es un derecho

Esther Vivas | El Periódico

Comer, según el diccionario de la Real Academia Española, consiste en: “Masticar y deglutir un alimento sólido. Ingerir alimento.” Sin embargo comer es mucho más que esto, y tiene implicaciones que no imaginamos a simple vista.

Comer nos puede parecer un acto inocuo, pero en realidad está cargado de connotaciones políticas. No es lo mismo para nuestro organismo comer alimentos saludables y de calidad que ingerir productos procesados con cantidades considerables de azúcar o sal añadida. No es lo mismo para el medio ambiente consumir alimentos de proximidad, que comprar aquellos que vienen de la otra punta del mundo. No es lo mismo para los derechos de los trabajadores apoyar a las empresas que respetan la organización sindical y no precarizan que a aquellas que sí lo hacen. No es lo mismo para la economía local apoyar a productores y campesinos locales que a multinacionales.

Comer bien, y ya no hablo de comer justo, no está al alcance de cualquiera. En primer lugar, porque nadie nos enseña a alimentarnos de manera saludable. El currículum educativo no incluye ninguna asignatura que nos diga cuáles son las propiedades de los alimentos, cómo inciden en nuestro organismo, cuál es la mejor manera de combinarlos, los tipos de cocción. De hecho, a veces, cuando la comida entra en el aula lo hace de la mano de multinacionales que vienen a vender sus productos insalubres o mediante visitas a sus fábricas de donde los pequeños salen cargados con muestras de comida basura.

La educación alimentaria queda bajo la responsabilidad de las familias, que a menudo no tienen el tiempo ni el conocimiento para transmitirlo a las criaturas. Sorprende lo preocupado que esta el sistema para inculcar ciertos conocimientos, y en cambio otros que son esenciales para nuestro día a día se obvian. Las empresas de la industria agroalimentaria se frotan las manos con esta realidad, ya que así la información queda en poder del mercado, que es juez y parte. Lo vemos con la publicidad. Las empresas obviamente quieren vender su producto.

Una enfermedad social

En segundo lugar, no todas las familias pueden acceder a alimentos de calidad, aquellas con menos ingresos tienen más dificultades para adquirir comida saludable. Una situación que impacta directamente en su salud. La obesidad infantil en el área de Barcelona, por ejemplo, afecta en mayor medida a las criaturas de los barrios con rentas bajas, como La Mina en Sant Adrià de Besòs. Lo constatan los datos del Departament de Salut de la Generalitat. En 2016, en La Mina más de la mitad de las niñas y niños entre 6 y 12 años tenían sobrepeso y uno de cada cuatro obesidad. Se trata de unas cifras superiores a la media catalana, donde una tercera parte de las criaturas con la misma edad tenía sobrepeso, y una de cada diez obesidad. La tendencia general, según el Govern, va en aumento.

Otros informes apuntan en la misma dirección. El 95% de las escuelas e institutos de la ciudad de Madrid tienen a su alrededor tiendas que venden bollería industrial y bebidas azucaradas. Y en los barrios pobres, el número de estas tiendas es aún más elevado. La facilidad para acceder a este tipo de productos multiplica las opciones de que criaturas y jóvenes los consuman. Así lo asegura el resultado de una investigación publicada recientemente en la revista científica ‘Nutrients’. La obesidad no es un problema individual sino una enfermedad social, que viene condicionada por factores ambientales y económicos.

Comer bien debería ser un derecho universal garantizado. No podemos dejar la alimentación en manos del mercado, y pensar que la industria agroalimentaria por si sola se autorregulará. La administración pública tiene una responsabilidad. Sin embargo, cuando hace unas semanas, a principios de octubre, se presentó en el Parlament de Catalunya una moción para, tras el éxito conseguido con el impuesto a las bebidas azucaradas que ha permitido una reducción de su consumo, ampliar dichas políticas impositivas a otros ámbitos, la moción en su conjunto no prosperó. Si bien hubo acuerdo en ampliar hasta el 20% del precio el impuesto a los refrescos azucarados, la creación de una nueva tasa para los alimentos con exceso de azúcar, sodio y grasas saturadas no fue aprobada al recibir solo el respaldo de Catalunya en Comú y la CUP. No sirve de nada lamentarse de los elevados índices de obesidad, si cuando llega el momento de aplicar políticas que permitirían frenarlos no se les da apoyo. Acabar con la mala alimentación necesita de medidas gubernamentales contundentes.

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