¿Comer insectos para acabar con el hambre?

Esther Vivas | Público

La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, la FAO, ha publicado esta semana un informe que ha despertado cierto revuelo: Insectos comestibles. Perspectivas de futuro para la seguridad alimentaria y la alimentación, y donde recomienda el consumo de insectos para dar de comer a un número cada vez mayor de personas. Pero, ¿acabar con el hambre en el mundo pasa por empezar a consumir insectos o hacer accesible la comida a la gente? Yo me decanto por la segunda opción.

No tengo nada en contra el consumo de “bichos”, que en otras latitudes está plenamente extendido. Según la FAO, hoy en el planeta al menos dos mil millones de personas los ingieren regularmente: escarabajos, orugas, abejas, hormigas, saltamontes, langostas y un largo etcétera. Un total de 1.900 especies que se comen en países de África, Asia y, también, América Latina. Y, según dicho informe tienen un alto contenido en proteínas, materias grasas y minerales. Aquí, pero, la sola idea de llevarnos a la boca dichos insectos no nos produce sino asco.

Las tertulias y debates que estos días han girado alrededor de la propuesta de la FAO en medios de comunicación variopintos, lo han hecho con una clara mirada etnocéntrica de lo que comemos. Asociando el consumo de insectos a un comportamiento primitivo, como si nosotros tuviésemos la verdad absoluta sobre qué se puede y qué no se puede comer. Me pregunto, ¿qué pensarán en otros países de los caracoles en salsa, del conejo asado o, para rizar el rizo, de la paella de arroz y conejo con caracoles? Creo que más de un centro europeo no aguantaría ni dos minutos en la mesa, imaginando su conejo mascota cocinado como un bistec y rodeado de moluscos babosos.

Pero, más allá de consideraciones culturales, creo que el problema del hambre tiene que abordarse desde otra perspectiva. No se trata, como solución mágica, de apostar por la ingesta de insectos, independientemente de las virtudes nutritivas que estos puedan tener, sino el quid de la cuestión está en preguntarnos cómo en un mundo de la abundancia de alimentos hay tantas personas que no tienen qué comer. Hoy el problema del hambre no radica en la producción sino en la distribución. No se trata de producir más, o buscar nuevos comestibles, sino de distribuir aquellos que ya existen y hacerlos accesibles a la gente.

Según la FAO, en la actualidad, se cultiva suficiente como para alimentar a 12 mil millones de personas, y en planeta somos 7 mil millones. Hay comida. El problema radica en manos de quién está. Los alimentos se han convertido en un instrumento de negocio por parte de unas pocas multinacionales de la agroindustria, que priorizan sus intereses empresariales a las necesidades alimentarias de las personas. De este modo, si no tienes dinero para pagar el precio cada día más caro de la comida o acceso a los medios de producción, como tierra, agua y semillas, no comes.

Acabar con el hambre pasa por exigir justicia y democracia en las políticas agrícolas y alimentarias. Y devolver a los pueblos la soberanía alimentaria, la capacidad de decidir sobre qué y cómo se produce, distribuye y se consume. Anteponer derechos a privilegios. Y apostar por otro modelo de agricultura y alimentación: de proximidad, campesina, agroecológica… Sólo así todo el mundo podrá comer.

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