Marta Iglesias | revista Fusión
Nuestro planeta globalizado nos da la oportunidad de elegir en el postre entre piña de Costa Rica o naranjas de Valencia, pero también nos hace preguntarnos por qué continúan las hambrunas o cómo han desaparecido el 75% de las especies agrícolas en el último siglo. La cuestión que está sobre la mesa es si nuestros hábitos alimentarios están condicionados por la poderosa industria agroalimentaria o si podemos comprar lo que deseamos comer.
Ante nuestro propio plato vivimos una dicotomía difícil de unificar. Por un lado estamos interesados en comer cada vez mejor, más sano, en no engordar, en controlar los nutrientes que ingerimos y las calorías que necesitamos. Por el otro, elegimos alimentos que vienen de países lejanos donde no sabemos qué pesticidas emplean o si provienen de semillas transgénicas, o productos tratados para eliminar las grasas y añadirles edulcorantes químicos. En apariencia comemos lo que deseamos, pero en la realidad compramos lo que nos venden. La industria agroalimentaria tiene mucho poder. Detrás de ella no hay campesinos sino empresas que cotizan en bolsa y diseñan los alimentos y productos que más se van a vender.
La poderosa industria agroalimentaria
En 2011, el Cuerno de África sufrió una emergencia alimentaria que afectó a más de diez millones de personas. La sequía tuvo su parte de responsabilidad, pero paralelamente en California llevan años de sequía crónica y nadie pasa hambre. Para Esther Vivas, que acaba de publicar el libro El negocio de la comida (Editorial Icaria): “Los fenómenos meteorológicos pueden afectar la producción de alimentos, pero no son la causa central que explican hoy el hambre en el mundo. De hecho, las hambrunas que afectan periódicamente a determinados países están más vinculadas al expolio que estos países han sufrido en las últimas décadas que a cuestiones climatológicas o guerras civiles. Porque, en definitiva, las causas del hambre son políticas y tienen que ver con una serie de medidas de libre comercio o de promoción de monocultivos que se han llevado a cabo en las últimas décadas y que han dejado a estos países a merced de los intereses de las grandes empresas de la agroindustria”.
El funcionamiento de la industria agroalimentaria tiene por objetivo lo que cualquier empresa: ganar dinero. Los precios de los alimentos más básicos se establecen en la Bolsa de Chicago. De allí provienen los precios que se pagarán en cualquier parte del mundo. Así que cuando en 2011 los somalíes tuvieron que pagar el maíz un 107% más caro que el año anterior y el sorgo un 180% más, el resto del planeta pensábamos que la sequía les había golpeado de nuevo y que los alimentos se había revalorizado. No teníamos ni idea que en 2008 desde la Bolsa de Chicago, varias empresas habían comprado por adelantado esos cereales –en los denominados mercados de futuro- y habían diseñado un precio planetario.
“Hay determinados alimentos –explica Vivas-, cuyo precio se establece en los mercados de futuro y en las bolsas internacionales, en particular alimentos como los cereales, el café, el cacao, la soja… A partir del estallido de la crisis económica del 2008 muchos fondos de inversión, compañías de seguros o fondos buitre buscaron nuevas fuentes donde invertir, una vez que la burbuja inmobiliaria estalló. Y se decidieron por la comida, ya que siempre necesitamos alimentos. De aquí que a partir de entonces hubiera un trasvase de inversiones especulativas en los mercados de futuros vinculados a la fijación del precio –principalmente de los cereales- y esta dinámica especulativa desembocó en un aumento muy importante de su coste. El valor del trigo, el maíz, el arroz y la soja llegó a crecer hasta más del 100%. Y esto repercute, evidentemente, en la adquisición de dichos alimentos por parte de muchas familias en países del sur, donde se dedica entre un 60-80% de los ingresos a la compra de comida. Si su precio se multiplica por cien, se convierten en inaccesibles y por lo tanto una consecuencia directa de la crisis económica es la crisis alimentaria. Los mercados de futuro están totalmente liberalizados y en ellos se antepone el beneficio económico. Se utiliza la comida para ganar dinero”.
A esto hay que sumar que en los países del mundo más necesitados, gobiernos y empresas están comprando grandes parcelas de tierra cultivables. Esto limita el espacio de ese país para sus cultivos y en la mayoría de ocasiones se expulsa a los campesinos de las tierras que sus ancestros llevan arando desde hace siglos. Baste decir, como ejemplo, que en Congo un 48% de su territorio agrícola está en manos extranjeras.
La propia Unión Europea se diría que está a merced de esta industria, si sacamos a colación que a principios de 2014 aprobó el cultivo de un nuevo maíz transgénico, en concreto la variedad TC1507 de la empresa Pioneer-DuPont. Durante el Consejo de Ministros 19 países, de un total de 28, se opusieron a la propuesta, pero de nada les sirvió. La Comisión Europea dictaminó que como los votantes no estaban cualificados, no podían parar la propuesta.
A raíz de este suceso, Esther Vivas se pregunta en su libro si en Europa mandan los ciudadanos o los lobbies. La respuesta parece clara, pero también nosotros tenemos nuestra parte de responsabilidad, al dejarnos arrastrar por los hábitos que nos imponen: “La lógica del capital no sólo determina el modelo en el que se comercializa la comida, sino también el modelo en que se consume la comida. Y de hecho, compramos y nos alimentamos como autómatas, sin valorar aquello que ingerimos ni los nutrientes que nos aporta para nuestra actividad diaria. De hecho, el capitalismo agroalimentario, justamente lo que promueve es el consumo de productos alimentarios, no el consumo de comida sana y saludable, elegida de una manera consciente. Esto hace que también con la comida nosotros llevemos a cabo una práctica del comprar y tirar. Nos dejamos llevar por ofertas de última hora, el 2×1, etc. Nos dejamos arrastrar por el marketing y la publicidad a la hora de comprar, en vez de valorar otros criterios mucho más esenciales para nuestro bienestar como son la calidad de esa comida o sus características nutricionales… De tal modo que este capitalismo agroalimentario incide en la manera en que compramos y comemos”, dictamina Vivas.
Qué hacemos con la comida
Uno de los hábitos que intentan promover las empresas es que compremos la mayor cantidad de comida, lo que no significa necesariamente que nos la comamos, con lo cual los alimentos han perdido su razón de ser. Los últimos datos del Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente, que son de 2013, señalan que en España se tiraron 7,7 millones de toneladas de comida en buen estado. Somos el sexto país que más alimentos desperdicia en Europa, que en total tira 89 millones de toneladas, 179 kilos por habitante en un año.
En estas cifras no se salva nadie: en el campo se contabilizan los productos que se tiran directamente cuando el precio cae por debajo de los costes de producción o cuando la mercancía no sigue los cánones establecidos de tamaño y aspecto. También entran en el cómputo los supermercados que llenan las estanterías de productos que luego caducan; los restaurantes y bares, en los que el 60% de los desperdicios son consecuencia de una mala previsión, según un informe de 2012; y nuestras casas, cuando tiramos productos estropeados al comprar más cantidad de la que necesitamos, muchas veces tentados por ofertas o por envases más grandes de lo que comemos.
Cifras absurdas si ponemos en el otro plato de la balanza que los datos del Parlamento Europeo de 2012 indican que cerca de 80 millones de sus ciudadanos viven por debajo del umbral de la pobreza, el 16% de los europeos.
La autora de El negocio de la comida lo explica de la siguiente manera: “La otra cara del hambre es el desperdicio alimentario, que pone de manifiesto la mercantilización de la comida. En la medida en que unos alimentos no se pueden comprar porque tienen un precio demasiado alto o no se pueden comercializar porque no cumplen con los requisitos estéticos que establecen los supermercados. Entonces, estos antes acaban en la basura que en nuestros estómagos. Las causas del desperdicio alimentario tienen que ver con esta mercantilización de la comida, con este negocio en el que se han convertido los alimentos. Disminuir el despilfarro alimentario pasa por dar a estos alimentos una función social, una función que nunca deberían haber abandonado que es la de darnos de comer y no la de generar negocio para unas pocas empresas del sector”.
El futuro Tratado de Libre Comercio
Hasta el momento no hemos hablado de los campesinos. La razón es que las políticas acordadas entre los gobiernos y las grandes empresas de alimentación no los tienen en cuenta, y sus acuerdos y la legislación los están condenando a su desaparición. Cada año, la población campesina se reduce en el planeta y el mundo rural está muy empobrecido. En España, en el año 1900 el 70% de la población activa trabajaba en el sector agrícola, en 1980 ya sólo lo hacía el 19% y en 2013 quedaba un reducido 4,3%. Paralelamente, aumenta el tamaño de las explotaciones tanto agrícolas como ganaderas, en manos de grandes propietarios. Así las cosas, la renta agraria no hace más que reducirse y los costes de producción siguen incrementándose.
“Lo que se ha visto es que las políticas de la Revolución Verde que promocionaron el uso de fertilizantes químicos de síntesis y de pesticidas químicos de síntesis -rememora Vivas– han resultado un fracaso absoluto porque en vez de producir para satisfacer las necesidades alimentarias, lo que han generado es la privatización de la agricultura. Han dejado la agricultura en manos de unas pocas empresas, convirtiendo al campesinado en dependiente de esas grandes multinacionales. Esto ha mostrado el fracaso de las políticas de la Revolución Verde. En cambio, una agricultura ecológica, campesina y local es mucho más eficiente a la hora de alimentar a las personas que el modelo de globalización alimentaria actual”.
Y el futuro apunta a que se seguirá la misma tónica, debido al Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y la Unión Europea (TTIP), cuyas negociaciones sigue Esther Vivas desde hace tiempo: “Este Tratado busca básicamente igualar las legislaciones de ambos territorios con el fin principal de beneficiar a las grandes empresas. En materia agroalimentaria, la promoción de una mayor liberalización comercial irá en detrimento del campesinado local, que no podrá competir con la entrada de productos de multinacionales estadounidenses . También tendrá un impacto muy negativo en los consumidores, ya que el TTIP promoverá el cultivo de nuevas variedades de transgénicos hoy prohibidas en Europa. Para lograrlo se promoverá una legislación que quiere imponerse por encima de la voluntad de los estados de la Unión, muchos de los cuales hoy prohíben los transgénicos –no es el caso español. Aquí, somos la entrada de los transgénicos en Europa-. El TTIP también permitirá la entrada de alimentos en cuya producción se han utilizado pesticidas que están prohibidos en el continente. Todo esto implica una pérdida de derechos por parte de los consumidores y una mayor vulnerabilidad alimentaria frente a los intereses de las grandes empresas del sector”.
Además de más paro, privatizaciones y menos derechos sociales y ambientales, una de las consecuencias inmediatas será la reducción de las variedades locales de semillas -en favor de otras más productivas o alteradas genéticamente-, como viene pasando desde hace años, algo que no sólo afecta a ecosistemas sino que repercute directamente en nuestra salud, como aclara Vivas: “Además de la pérdida de la agrodiversidad y la pérdida gastronómica, hay un impacto directo en nuestra salud en lo que respecta a la homogeneización de lo que comemos. Porque en la medida en que nuestra alimentación depende de unas pocas variedades de cultivos agroalimentarios y ganaderos, esto pone en cuestión nuestra seguridad alimentaria. Me explico: en el Estado Español el 95% de las vacas lecheras que tenemos pertenecen a un solo tipo de vaca lechera que es la frisona. Y esto también sucede con la homogeneización que se ha hecho del consumo de cereales. El maíz, el trigo o la soja se han globalizado, en detrimento de otros como el sorgo, la avena, el mijo… Nuestra alimentación depende de muy pocas variedades y cuando a estas les afecte una plaga, ¿qué vamos a comer? Por lo tanto, la uniformización de aquello que comemos pone en cuestión nuestra seguridad a la hora de alimentarnos”.
Unión de consumidores y campesinos
Entre los agricultores, campesinos y ganaderos, cuya forma de vida ni se protege ni se valora, y los consumidores, que somos tratados como simples compradores sin voz ni voto, están los intermediarios: mercados mayoristas y centrales de compra, los grandes distribuidores que surten a supermercados e hipermercados, empresas de semillas… apoyados por los gobiernos y organizaciones como el Banco Mundial. Imponen las normas que les resultan más rentables sin tener en cuenta el equilibro ecológico planetario, las hambrunas que generan o la salud amenazada por la comida basura o por los alimentos que han sido modificados genéticamente.
Los agricultores del mundo se agrupan en sus países en diferentes organizaciones y estas a su vez en el movimiento internacional de La Vía Campesina, que aglutina a millones de campesinos, tanto de los países del sur como del norte, golpeados por la globalización alimentaria, campesinos sin tierra, campesinos indígenas, mujeres rurales… “Es el movimiento social a escala global que más confronta las políticas de de la agroindustria. Reivindican que la tierra sea para quien la trabaje, la capacidad de decidir del campesinado sobre lo que se cultiva y se come. Es el movimiento de referencia a nivel internacional que emergió a principios de los años 90 y que es el máximo representante de la resistencia campesina al capitalismo agroalimentario”.
Mientras ellos luchan por sus derechos, hace años que vienen estableciéndose puentes directos entre productores y consumidores, que garanticen la pureza del producto que llega al plato y pague al agricultor un precio justo que le permita continuar con su actividad. En nuestro país podríamos alimentarnos de la producción local, siempre y cuando demos un cambio radical a las políticas agrícolas actuales y también al modelo de consumo. “En el Estado Español hay una gran variedad climatológica que posibilita el cultivo de muchos alimentos y permitiría satisfacer las necesidades nutricionales de toda la población, pero también sería necesario un cambio de hábitos alimentarios. Nos han convertido en adictos al consumo de carne y pensamos que tenemos que ingerir y consumir proteína animal varias veces al día. Esto tiene un impacto medioambiental muy negativo y es totalmente insostenible a escala mundial. Si avanzamos hacia una dieta más vegetariana, con menos consumo de proteína animal, podríamos alimentarnos de la producción local. El modelo alimentario actual, en cambio, nos convierte en dependientes de importar alimentos de la otra punta del mundo. Nos preocupamos aquí por el veto ruso a la fruta española, mientras compramos fruta a China, Chile u otros países. Se trata de un modelo irracional de producción, distribución y consumo. La alternativa que se plantea es precisamente la solución: una producción local, campesina y ecológica”, termina Esther Vivas.
El futuro pasa por un regreso a los orígenes, a la tierra, a los sabores del pasado, a la salud y a la valoración de lo que comemos, cómo lo comemos y quién nos lo prepara.