Lourdes Marín | El Economista
“Las consecuencias de negociar con los alimentos son dramáticas, porque generan hambre pero también enfermedades como la obesidad”. Esther Vivas explica así las contradicciones e injusticias que plantea el complejo sistema agroalimentario actual, al que sí hay alternativa.
¿Con qué fin nace este libro ‘El negocio de la comida’?
Mi objetivo es dar otra mirada sobre el discurso mayoritario que existe en relación a las políticas agroalimentarias. En general, este nos dice que nuestro modelo de agricultura y alimentación es el mejor de los posibles: que acabará con el hambre en el mundo, que nunca antes habíamos comido de una manera tan segura y que los campesinos pueden vivir dignamente de su trabajo. Pero en realidad, las cifras que arrojan organizaciones como la de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), demuestran que estas afirmaciones no son del todo ciertas. De hecho, este sistema genera hambre en un mundo de abundancia y hace que el campesinado desaparezca.
¿Cuáles son los efectos de esto sobre la economía y la alimentación a nivel global?
El problema de especular con los alimentos es que pone en cuestión una necesidad tan esencial como es el hecho comer. Nadie puede prescindir del alimentarse. La especulación con el precio de los cereales básicos tiene un impacto directo en el consumidor y, como consecuencia, se genera hambre principalmente en los países llamados del sur. En la medida en que la comida se convierte en un negocio, y responde básicamente a los intereses de unas pocas empresas muy concentradas, desde las que privatizan semillas a las que transforman los alimentos, se produce la mercantilización de la comida a nivel global.
Actualmente, las exportaciones son una parte importante del PIB de muchos países. Pero, ¿qué consecuencias tiene esto a nivel local?
Por un lado, estamos comiendo petróleo, ya que la media de kilómetros que recorre cada alimento que ingerimos es de 5.000, cuando estos mismos productos se están produciendo a nivel local. Sin embargo, se deslocaliza la producción agraria hacia los países del sur para beneficiarse de unos costes salariales muy bajos y de una legislación medioambiental flexible. Esto tiene un impacto en el modelo agrario local, que no puede competir. Sin embargo, apostar por una agricultura local implica invertir en la economía del país, ya que genera puestos de trabajo y riqueza. Además, esto permite comer productos de proximidad y, por lo tanto, saber de dónde viene aquello que ingerimos, lo que tiene un valor social y económico añadido.
Cada vez crece más la demanda de productos cárnicos por parte de países en los que, tradicionalmente, no existía este consumo. ¿Qué supone esto?
En las últimas décadas, en los países occidentales se ha establecido un modelo de alimentación que se extiende a escala global, especialmente hacia los países emergentes, como India, China o Brasil. Por un lado, la producción de carne en el actual modelo de ganadería intensiva consume muchos recursos naturales. Así, no es lo mismo producir un kilo de carne de ternera –que necesita 15.500 litros de agua–, que de trigo –que consume 1.300 litros de agua– o incluso de zanahorias –que sólo necesita 131 litros de agua–. Aparte, se come demasiada proteína animal y de mala calidad, lo que está vinculado de nuevo a estas enfermedades como el sobrepeso, la obesidad, la diabetes en adultos, problemas cardiovasculares, etc. Según la Organización Mundial de la Salud, hoy se administran más antibióticos a animales sanos que a personas enfermas.
En el libro usa el término ‘soberanía alimentaria’. ¿Qué quiere decir?
La soberanía alimentaria hace referencia a la recuperación de la capacidad de decidir sobre aquello que se cultiva y se come. Esto, que puede parecer una obviedad, hoy en día no se cumple. De aquí que, si no se tiene dinero para pagar el precio que se pide por los alimentos, no se pueda comer. O que ingiramos productos que dejan mucho que desear en relación a su calidad alimentaria: procesados, con muchos aditivos, azúcares añadidos, potenciadores de sabor, grasas saturadas… Y con un impacto nefasto para el organismo. Vivimos en un sistema que nos enferma, y cada vez emergen más dolencias, como antes comentábamos, vinculadas a aquello que comemos.
En general, ¿qué se debe tener en cuenta a la hora de comer?
Tenemos que volver a dar valor a aquello que ingerimos. No hay nada como comer los productos de siempre, y no desde un punto de vista romántico, sino porque la alimentación fast food e industrial está teniendo un impacto muy negativo en nuestra salud y en la generación de hambre y malnutrición. Es necesario reivindicar un modelo en el que se coma bien, lo que implica comida de verdad y justicia social.