Maternar en sociedad

Elvira Liceaga | Revista de la Universidad de México

Mis senos vacíos caen gelatinosos, los pezones ahora demasiado relajados apuntan hacia abajo y a los lados. A cada rato los levanto con las palmas de mis manos para calibrar su peso, los presiono para saber si han vuelto a llenarse. No han producido leche desde la última vez que amamanté a Nico, hace dos días. Es como si fueran ellos, mis preciosos y sabios senos, quienes hubieran tomado la decisión radical de destetar. Aquel día por la noche lloré un poco al despedir ese vínculo mamífero con mi hija. Los días siguientes tengo mareos en los que pierdo por un instante la visión y una antigua pero nueva sensación de no saber quién soy ahora. Supongo que la total recuperación de mi cuerpo es la última etapa de la transformación maternal. Nadie me habló de los bajones de oxitocina después de amamantar, como nadie me habló, un año y medio antes, de la obstrucción de los conductos de la leche o del dolorosísimo cambio de piel del pezón. El cuerpo materno es información clasificada. Casi nadie quiere hablar de senos si no es desde el erotismo y, sin embargo, también confortan y alimentan bebés. Hace unas semanas me saqué las chichis para amamantar a Nico en una presentación: la vida misma aconteciendo en el escenario. Una que otra persona dejó de mirarme a los ojos y de escuchar mis palabras, y mi propia madre, militante de la Liga de la Leche Internacional y quien luchó por su libertad a su manera, me juzgó de indiscreta. La sociedad, dice Esther Vivas en Mamá desobediente, es la que debe adaptarse a la lactancia y no la lactancia a la sociedad. No solo se refiere a que amamantar es también ejercer nuestra sexualidad, a pesar de los mecanismos históricos para controlar el cuerpo y la sexualidad de las mujeres, tenemos derecho a hacerlo donde sea y frente a quien sea sin sentirnos de ninguna manera en desventaja, sino también a que nada debe impedirnos producir leche; separar al bebé de la madre inmediatamente después del nacimiento, por ejemplo, dificulta su producción y “merma la autoconfianza”. Cualquier mujer que haya amamantado conoce el desafío psíquico y moral que supone aprender a hacerlo y mantenerlo. Los tiempos injustos de la baja maternal y las dinámicas del trabajo asalariado, especialmente crueles para madres con pocos recursos, tampoco favorecen la lactancia. Cuando nació Nico las asesoras de lactancia del hospital me presionaron para alimentarla con fórmula porque no produje leche de inmediato. Nos separaron al nacer y ahora, en retrospectiva, creo que no fue necesario. Yo estaba ahí postrada en la cama, sin haber dormido ni un minuto en dos días, después de horas y horas de arduo trabajo de parto, sin poder mover las piernas por la cesárea, haciendo a un lado mi sensación de fracaso porque no pudo ser un parto natural, otro maldito dogma; malabareando ese nuevo amor, ese nuevo estado de alerta, a Nico recién nacida hambrienta en brazos, tratando de enchufármela para que la succión de sus labios estimulara mi producción de leche y esas mujeres sin paciencia, a las que recuerdo con rabia, me regañaban. Yo había leído en Mamá desobediente que marcas como Danone sobornaron a doctores para favorecer con mentiras el negocio de la leche artificial, que Nestlé incluso pagó a jóvenes para que se disfrazaran de enfermeras y convencieran de puerta en puerta a las madres de que la leche materna era peligrosa para los bebés. Eso fue hace años, pero los chanchullos y la desinformación continúan. Yo quería alimentar a Nico, sabía que el calostro es tan nutritivo que incluso se considera la primera vacuna. Cuando he citado este libro en la radio para hablar de lo sofisticada que es la leche materna porque se adecua a las necesidades del bebé recibo ríos de mensajes de asombro. Si el cuerpo de la madre detecta en la baba que los bebés dejan en los pezones que están a punto de enfermarse, produce una leche con más anticuerpos para fortalecerlos. La leche materna no tiene la misma composición por las mañanas que por las tardes, la primera les ayuda a despertar y la segunda a dormir. En Mamá desobediente, que se ha convertido en una suerte de biblia para mí, también aprendí que la lactancia es un acto casi anárquico de soberanía alimentaria. Y ha sido una satisfacción amamantar una y otra vez en público, especialmente después de haber leído sobre las tetadas, protestas donde un montón de lactivistas dan el pecho en lugares públicos como museos o cafeterías, de donde han corrido a mujeres por “sucias”. Ese rechazo a los procesos naturales es evidente en el trabajo. El ideal rancio de que mujeres y hombres somos iguales niega las necesidades específicas de las mujeres y, concretamente, de quienes maternan, porque el modelo de trabajador es uno: el hombre blanco de clase media o media alta que puede trabajar ocho horas al día o más sin pausar para cocinar, alimentar a sus hijes, cambiarles el pañal. Por eso no creo que en igualar esté la igualdad. La inclusión teatral de las oficinas suma a las madres a los ritmos de trabajo con medidas más bien perjudiciales. Así como las salas de lactancia nos esconden detrás del sacaleches, dice Vivas, está “nuestra total supeditación a unas políticas de empleo injustas que hemos acabado normalizando”. Y como muchísimas madres en todo el mundo, me pregunto de qué manera de veras pueden incluirnos en una cultura laboral que tan poco ha cambiado desde la Revolución industrial: el objetivo de este sistema económico no es la vida de las personas. Estamos hartas de que nos digan que nos incluyen cuando en realidad lo que hacen es tolerarnos. Estamos hartas de ponernos al corriente. Necesitamos otro sistema porque en este las mujeres ocupan solo el 7 por ciento de los puestos directivos en México y el 64 por ciento de esas directoras no tiene hijes. ¿Queremos, entonces, trabajar en estas empresas? ¿Es ahí y así, hacia arriba y no hacia los lados, solas y no juntas, donde queremos crecer? La brecha salarial entre mujeres con hijes y sin hijes es del 20 por ciento en promedio. Si miramos hacia abajo, donde están las mujeres sin educación, sin redes familiares ni apoyos financieros, vemos madres que son empujadas a la pobreza. ¿Dónde está nuestra ira? ¿Por qué no incendiamos la oficina de nuestros empleadores? Porque no tenemos tiempo. Queremos alimentar y criar a nuestres hijes. Estamos física y mentalmente cansadas, también estamos tristes porque nos sentimos traicionadas. ¿Cuáles son los privilegios que reciben las mujeres en el poder para negociar su inconformidad? ¿Con qué incentivos olvidan que algunas de nosotras nunca obtendrán aquello que a ellas les permite trabajar en un sistema estructurado como si les hijes no existieran? La maternidad nunca debería ser un obstáculo. La maternidad nunca debería ser una herramienta para la desigualdad. Se aplaude muchísimo a la primera ministra de Nueva Zelanda, quien al convertirse en madre no paró. Pero yo no puedo celebrar el no parar. Ninguna mujer debería sentirse presionada por aspirar a poder maternar y trabajar como lo hace una jefa de Estado. Si ese es nuestro non plus ultra no solo muchas mujeres nunca ascenderán profesionalmente, sino que la inmensa mayoría se quedará abajo, cada vez más abajo. Creo que muchas de nosotras hemos fracasado en la lucha equivocada: cambiar una organización social que supone que nos quedaremos en casa a criar o que renunciaremos a los cuidados para trabajar. Mamá desobediente nos invita a preguntarnos qué significa maternizar la sociedad: pausemos, construyamos economías subvertidas que cuiden la vida. En Mamá desobediente Esther Vivas demuestra que hay formas poco explícitas de la violencia contra las mujeres y específicamente de la violencia contra las madres, y todas tienen que ver con las jerarquías económicas. Cuando era joven fui voluntaria en un albergue para embarazadas. Muchas de ellas eran adolescentes, muchas de ellas fueron abusadas, casi siempre por un familiar o un empleador; muchas de ellas no querían ser madres pero no se atrevieron a abortar, tal vez porque sus familias las rechazarían, tal vez porque el doctor les puso peros, como también me sucedió a mí a casi quince años de la legalización del aborto en la Ciudad de México. Muchas de las mujeres en el albergue sí querían ser madres pero dieron a sus hijes en adopción porque no veían la posibilidad de alimentarlos. ¿Qué tiene que ver el Estado con la depresión posparto de una mujer que se ve obligada a renunciar a su hije? ¿Qué malas prácticas favoreció o permitió durante su embarazo, parto, puerperio o crianza? Pensemos también en las madres migrantes, las que tendrán que maternar desde lejos y buscan una red independiente de cuidados que proteja a sus hijes cuando ellas no estén, y en las que migran con hijes, porque así de peligroso es el lugar de origen, y necesitarán ayuda en el camino y el destino. Una amiga me recomendó Mamá desobediente apenas le dije que estaba embarazada. Me sentí invitada a una secta. Ser madre me ha hecho sentirme, como nunca, parte de una minoría. También me ha hecho sentirme olvidada por los feminismos, pero al mismo tiempo, me ha inspirado como nunca en la lucha de todas las mujeres. Creo que en la lucha por maternar dignamente hay una lucha universal. Leí el libro en el celular porque hace un par de años no se conseguían ejemplares físicos en México. En cuanto tuve uno busqué algunos fragmentos esenciales para mí, como la historia de cuando las parteras fueron primero acusadas de brujas, después desplazadas por la medicalización y se perdió

una de las formas más antiguas de solidaridad femenina. El cuerpo de las mujeres pasó de estar históricamente subordinado a criterios religiosos a ser controlado por el saber técnico-médico-mercantil.

O sobre la ambivalencia:

Se puede vivir en la euforia más absoluta, sentir un amor incondicional por el crío, y al mismo tiempo estar agotada y harta con el trabajo de cuidados que requiere.

Ahora veo el libro a la venta en toda Latinoamérica, pero me dan ganas de fotocopiarlo y regalarlo en los semáforos. Imprimiría sus capítulos en las marquesinas de las paradas del metro y en el reverso de las cajas de cereales. Lo llevaría a los congresos de ginecología y a los círculos feministas. Le he dado este libro a mis amigas embarazadas y no embarazadas, a mis amigos empleadores y a los que serán padres. Este libro me provoca leerlo en las plazas con un altavoz. Mamá desobediente contrapone los afectos a las convenciones sociales, los datos duros de la ciencia contra la religión, la medicalización y la política. No se habla lo suficiente de cómo se siente una mujer a la que no dejan abortar, cómo se siente una mujer que gestó de manera subrogada, cómo le afecta al bebé. ¿Sabíamos que la mujer gestante es capaz de cambiar genéticamente al bebé? No se puede legalizar la biología ni la sensibilidad. La investigación de Esther Vivas, colmada de cifras alarmantes, se imbrica con su experiencia personal. Cuenta que cuando destetó hizo con su hijo una fiesta con un pastel, cuenta cómo fue acercarse a los procesos de fertilización y confiesa: “Nunca había compartido tanto con unas mujeres con las que había hablado tan poco”. Cuenta y se queja y nos invita a romper el silencio juntas. Leer este libro ha sido el primer paso para muchas de nosotras. Es sin duda una lectura revolucionaria. No solo es informativo y filosamente crítico, es una compañía que nos invita a compartir nuestros propios procesos para que ninguna madre luche sola. Porque la gran apuesta de Mamá desobediente son las redes de apoyo donde nos abrazamos, nos damos fuerza, pero también compartimos responsabilidades, criamos en comunidad, cuestionamos los sistemas que nos han excluido para imaginar y apostarle a otros nuevos.

Ediciones Godot, 2022 Ediciones Godot, 2022

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